Nuestra historia tiene escenas de una épica asombrosa, que exigen
vivirlas con pasión admirada. La carga de los trescientos calatravos
contra todo el ejército almohade a los pies del castillo de Salvatierra
es tan impresionante que merecería ser llevada al cine con artística
unción. ¡Qué impresionante coraje el de aquellos monjes-soldado! Ya se
preparan para salir del castillo berroqueño de Salvatierra, con sus
escapularios negros con la Cruz florliseada y al viento de la mañana sus
capas blancas cistercienses…
Antes de verles cargar, los calatravos fueron heroicos desde el
comienzo, desde la fundación de la Orden en 1158, cuando el abad Raimundo de Fitero y el monje Diego Velázquez llamaron a defender Calatrava, espolón de una frontera lejana…Pero eso es historia que merece una atención exclusiva.
Han pasado unos años, corre el Año de 1195 de la Encarnación de Nuestro Señor, y el ejército cristiano, comandado por Alfonso VIII de Castilla, sufre una grave derrota, en las campas de Alarcos, frente a los almohades, la corriente integrista-unicista e Ibn Tumad que, desde el Atlas magrebí, ha constituido un imperio del que Al Andalus es una cora.
El ejército almohade, conformado por gentes de todo el islam, cuenta con guerreros tan letales como los jinetes kurdos guzz,
que disparan, en pleno galope, sus arcos con precisión atravesando las
lorigas. Los musulmanes han ganado la batalla con su táctica favorita:
la tornafuga. Con caballos pura sangre, más ligeros pero más
veloces, montados a la jineta, aguijonean a la caballería cristiana y
cuando esta inicia el ataque, huyen, hacen que huyen. Cuando la
caballería pesada, con monturas más fuertes pero menos rápidas y
maniobrables, va perdiendo la formación y perdiéndose en grupo, con los
caballos cansados, los musulmanes tornan y atacan a los grupos
desperdigados. Al final de la jornada guerrera, como es su tétrica
costumbre, los musulmanes cortan las cabezas de todos los cristianos
muertos y las apilan formando un macabro minarete, al que asciende el
almuecino para dirigir la oración.
El desastre ha desangrado a las Órdenes militares. La de Alcántara ha de abandonar Trujillo. La de Santiago llega a su caput ordinis
Uclés con su maestre y veinticinco caballeros muertos. La de Calatrava
paga un elevado tributo de sangre, tanto en Alarcos, como en el ulterior
asedio y pérdida de Calatrava. Los escasos supervivientes del
descalabro se refugian en el castillo de Ciruelos (Toledo), donde
residen los monjes capellanes de la Orden.
Son bravos estos calatravos. No se amilanan. Pronto -otros tiempos
más viriles- empiezan a llegar de todo el reino de Castilla nuevas
vocaciones, de jóvenes monjes-guerreros, dispuestos al combate por la
Cruz. Hay que prepararlos, formarlos, con una vida dura de virtud,
oración y penitencia, que incluye cuatro días de ayuno semanales y
dormir vestidos con la armadura, siempre dispuestos a confrontarse al
enemigo si llega en celada.
Y un día, cuando la Orden ha resurgido, se abren sigilosos los
portones de Ciruelos y parten en silencio los calatravos hacia más allá
del horizonte, al mismo corazón del enemigo. Van comandados por Martín Pérez de Siones
y en un audaz golpe de mano, ayudados por la sorpresa, rayando en la
temeridad, más allá del valor, impulsados por la fe, toman Salvatierra. Y
allí quedan. Es impresionante comprobar la distancia desde Toledo o
Uclés, la auténtica frontera, a Salvatierra. Es una avanzada sin
retaguardia. Está a cientos de kilómetros de la frontera.
Pronto se dirimirá el destino de dos mundos en Las Navas de Tolosa, pero antes los almohades han predicado la yihad
por todo el Magreb y un ejército enorme, que es muy difícil alimentar,
pasa El Estrecho, y junto con la caballería pesada andalusí, su primer
destino es Salvatierra antes de marchar hacia Toledo, siguiente objetivo
hasta llegar a Roma, pues el califa, el Miramamolín, como será conocido por los cristianos, ha proclamado que convertirá las iglesias de Roma en caballerizas de los musulmanes.
Contemplemos, por un momento, el ejército almohade que marcha para
asaltar Salvatierra, a la que consideran que, dada su superioridad
numérica, tomaran en pocas horas, en una jornada, para no demorarse.
Según las crónicas musulmanas, son cientos de miles. Doblará al ejército cristiano de los tres reyes –Alfonso VIII de Castilla, Pedro II de Aragón y Sancho VII, el fuerte, de Navarra. Vara Torbeck, con cálculos de la zona ocupada por el ejército almohade en Las Navas lo reduce a ¡veinticinco mil!
Con estruendo de clarines y atabales llegan, con las grandes enseñas verdes del Profeta, los escuadrones árabes de las tribus Banu Riyah, Banu Yusam y Banu Gadi; los temidos jinetes kurdos guzz; marciales escuadrones del yund,
el ejército regular, mestizo de tribus y procedencias, que viven
acuartelados todo el año en Sevilla; entre sus infantes, destacan los romá,
arqueros de grandes arcos, para frenar cualquier carga de caballería;
retumban los rebuznos de los camellos, balanceándose los bordones de las
coloridas colgaduras de sus altos arznes, es el grueso del ejército masmuda, los estrictos almohades del Magreb, las cabilas Hinata, Kumia, Gomara, Yadmiwa, Haskurra y Tinmallal.
Relucen al sol los morriones de la caballería pesada andalusí; huestes de Murcia, comandadas por los hijos de Ibn Mar; de Baleares, por Ganim ben Muhammad; de Jerez y Ronda, con Abu ibn Azzum; de Badajoz, con Ibn Azir; de Sevilla, con Ibn Qabdis.
Llega también un tropel, con poco orden y mucho entusiasmo, de voluntarios de la fe, gentes de toda la escala social desde ulemas y alfaquíes, hasta labriegos y mendigos, que, sintiendo hervir su sangre de fervor religioso, buscan la muerte como sahides para gozar en el paraíso de las 72 huríes, vírgenes de ojos almendrados, no tocadas por hombre o demonio.
Por último, a cierta distancia, los negros esclavos del Abad al-Mahzan
del califa. Todos montan corceles blancos, con bordones rojos en sus
adargas, con capuchones de fieltro de un rojo vivo y los pechos de sus
caballos con petos con relucientes campanillas doradas. Los más fieles
entre los fieles, dispuestos a entregar su vida, sin duda ninguna, por
el califa.
Traen, por supuesto, material de asedio y asalto, pues va a ser pan comido.
Corre el año de 1211 de la Encarnación de Nuestro Señor.
La escena, aún con el transcurrir de los siglos, emociona e
impresiona, sobrecoge. Contengamos, por un momento, querido lector, la
respiración y, con nuestra imaginación, trasladémonos a Salvatierra:
Los caballos relinchan con una serena impaciencia.
El maestre Ruiz Díaz de Yanguas invoca a Santa María, que los calatravos son muy devotos de la Madre de Dios. Todos se persignan. Reciben la absolución. Son trescientos guerreros de Cristo y no se han quedado a resguardo del castillo. No, están fuera, bien formados en orden de combate porque ¡van a atacar!
Por el ejército musulmán hay una sacudida de asombro e incomprensión…
Las Órdenes Militares eran unidades de élite, con un material humano
muy preparado, muy disciplinado y muy motivado, sin miedo a la muerte,
pues es el paso a la vida eterna. Se considera que cada uno de sus
miembros en combate valía por diez, pues toda su vida era oración y
preparación militar, personal y en grupo de combate. Es en sí, salir a
combatir, un acto de valor, pero no es un suicidio. Una caballería
pesada de este nivel de cohesión y disciplina impresiona, aterroriza en
su carga. Al que se le viene encima esta mole de músculo y hierro, poco
le importa la superioridad numérica, porque hacia donde vienen es hacia
él.
¡Oh! Dios mío, como me hubiera gustado participar en esa carga o, al menos, verla por una rendija de la historia.
Hay una tranquilidad de espíritu en la decisión tomada, una inmensa camaradería, pues “el hermano ayudado por el hermano es como una ciudad amurallada”. Los fuertes corceles están casi pegados entre ellos, pues no debe caber una manzana. El maestre, Ruy Díaz de Yanguas
da la orden y en tres haces, manteniendo estricta formación, ponen a
sus cabalgaduras al trote, los jinetes bien asegurados por garfios a los
arzones, las grandes lanzas apoyadas, en estos primeros compases, en
los estribos. Van pendiente abajo, aprovechando la mejor posición.
Y a una nueva señal del maestre, toda la mesnada, los trescientos,
inician la galopada con las lanzas enhiestas y embrazadas y los escudos
bien sujetos.
Bajan las lanzas, sujetan con fuerza el astil en la sobaquera.
Parecían volar, sus capas inmaculadas al viento recio, reluciendo
lorigas y armaduras de los caballos, todo el grupo como una centella
cegadora, como un rayo de sol tajador.
Los haces arrollaron a los desmandados voluntarios de la fe. El
ejército sarraceno tembló desconcertado pues aquellos hombres tenían un
propósito y se movían como un puño que golpeaba certero.
Ruy Díaz Yanguas hizo girar a su montura hacia la
derecha buscando las grandes banderas del califa, a su concurso, le
siguieron todos en perfecto orden de combate. El suelo sediento
retumbaba bajo las herraduras de los trescientos nobles caballos.
Los calatravos inclinaron sus cuerpos sobre el arzón de sus sillas y
entraron como afilado cuchillo en la manteca, produciendo estragos. Eran
como una mancha blanca en una marea negra sangrante. Sacaron a relucir
sus aceros y descargaron tajos a diestro y siniestro.
El maestre, seguido por el confalón, se zafó del combate y con
disciplina mil veces ensayada todos se desembarazaron y formaron de
nuevo. Hubo una nueva carga y otra y otra más, ante el desconcierto
creciente mahometano, hasta que la caballería pesada andalusí trató de
rodearlos.
El objetivo estaba cumplido: la presa no era fácil, el asedio habría de ser largo. Ruy Díaz de Yanguas volvió grupas y cabalgaron hacia el castillo, con la caballería sarracena dispuesta a darles caza.
Un grupo escogido de calatravos se dispuso a cubrir la retirada. Se
volvieron a presentar batalla. Pidiendo un último esfuerzo a sus
caballos, picando espuelas, se lanzaron de nuevo ladera abajo. Ruido de
entrechocar metálico; loriga contra loriga, espada contra espada. Las
capas de los calatravos fueron cayendo en un remolino de odio y de
venganza. Mas su sacrificio no había sido en vano: el puente levadizo
crujía poniendo a salvo a la mayor parte de cuantos habían protagonizado
la heroica carga.
Los almohades nunca llegaron a Toledo ni convirtieron las iglesias de
Roma en sus caballerizas. El asedio, en efecto, se prolongó. El maestre
envió emisario al rey Alfonso VIII para solicitar
refuerzos o permiso para rendir la fortaleza. Con harto dolor de su
corazón, el monarca les dio permiso para la rendición, pues no podía
socorrerles.
Recibido el mensaje, Ruy Díaz de Yanguas y los defensores se escabulleron en la noche, dejando atrás Salvatierra.
El 16 de julio del año 1212, de la Encarnación de Nuestro Señor, Ruy Díaz de Yanguas
y los calatravos que habían cargado en Salvatierra participaron en la
batalla de Las Navas de Tolosa. Pero esa es otra página gloriosa de
nuestra historia …
Autor : @enriquedediegov
Imagen : Mount Blade
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Fascinante. Tan sólo una pregunta, ya habían heredado el Temple?
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminarFascinante. Tan sólo una pregunta, ya habían heredado el Temple?
ResponderEliminarFascinante. Tan sólo una pregunta, ya habían heredado el Temple?
ResponderEliminarAbsolutamente fascinante. Una parte trascendental de nuestra historia que sucede en El Campo de Calatrava en unos siglos de continuas guerras religiosas entre almohades y cristianos. Enhorabuena por el apasionte relato... Asi fue la vida de.estos monjes-soldados ¡apasilnante! y trascendental en nuestra historia...
ResponderEliminarrincón esta lleno de las arañas de estos monjes-soldados y de una importantísima etapa de nuestra historia...
Impresionante!!! creo haber estado allí en butaca de primera viendo las capas de los calatravos al viento.... gracias por el realto
ResponderEliminarImpresionante!!! creo haber estado allí en butaca de primera viendo las capas de los calatravos al viento.... gracias por el realto
ResponderEliminarmuy gran servicio el de estos monjes guerreros , a los que los españoles y los nativos del campo de calatrava , hemos olvidado en la historia
Eliminaryo siempre creí que el castillo de salva tierra fue tomado por sorpresa por don MARTÍN MARTINEZ y en el fue nombrado quinto maestre de la orden de calatrava ya que don MARTÍN PEREZ DE SIONES murió en 1182 y el asalto por sorpresa al castillo se produjo en 1197
ResponderEliminarEs una de las hazañas que mas me emociona de estos monjes soldados, y me estristece el desconocimiento generalizado sobre estas gestas de nuestra historia. Desconcierta esas dosis de fe, valor y honor en unos tiempos en los que estos conceptos nos resultan tan desconocidos como nuestra misma historia. Entiendo que la inseparable unión entre nuestra historia como país y el Cristianismo no produzca mucho entusiasmo en algunos historiadores. Debe ser triste no poder sentirte orgulloso de la historia de tu Nación. Por eso me alegra tánto leer un blog como éste. Gracias por la maravillosa narración. Yo tambien siento que debería haber estado allí en Salvatierra, en aquella carga.
ResponderEliminarImpresionante relato q nos hace participes, con una abrumadora intensidad, de una realidad tan lejana... A mí también me hubiera gustado estar cerca de esos guerreros movidos por una profunda vocación....q seres tan extraordinarios!!!
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