jueves, 7 de julio de 2016

La carga de los 300 calatravos a los pies del Castillo de Salvatierra





Nuestra historia tiene escenas de una épica asombrosa, que exigen vivirlas con pasión admirada. La carga de los trescientos calatravos contra todo el ejército almohade a los pies del castillo de Salvatierra es tan impresionante que merecería ser llevada al cine con artística unción. ¡Qué impresionante coraje el de aquellos monjes-soldado! Ya se preparan para salir del castillo berroqueño de Salvatierra, con sus escapularios negros con la Cruz florliseada y al viento de la mañana sus capas blancas cistercienses…


Antes de verles cargar, los calatravos fueron heroicos desde el comienzo, desde la fundación de la Orden en 1158, cuando el abad Raimundo de Fitero y el monje Diego Velázquez llamaron a defender Calatrava, espolón de una frontera lejana…Pero eso es historia que merece una atención exclusiva.


Han pasado unos años, corre el Año de 1195 de la Encarnación de Nuestro Señor, y el ejército cristiano, comandado por Alfonso VIII de Castilla, sufre una grave derrota, en las campas de Alarcos, frente a los almohades, la corriente integrista-unicista e Ibn Tumad que, desde el Atlas magrebí, ha constituido un imperio del que Al Andalus es una cora.


El ejército almohade, conformado por gentes de todo el islam, cuenta con guerreros tan letales como los jinetes kurdos guzz, que disparan, en pleno galope, sus arcos con precisión atravesando las lorigas. Los musulmanes han ganado la batalla con su táctica favorita: la tornafuga. Con caballos pura sangre, más ligeros pero más veloces, montados a la jineta, aguijonean a la caballería cristiana y cuando esta inicia el ataque, huyen, hacen que huyen. Cuando la caballería pesada, con monturas más fuertes pero menos rápidas y maniobrables, va perdiendo la formación y perdiéndose en grupo, con los caballos cansados, los musulmanes tornan y atacan a los grupos desperdigados. Al final de la jornada guerrera, como es su tétrica costumbre, los musulmanes cortan las cabezas de todos los cristianos muertos y las apilan formando un macabro minarete, al que asciende el almuecino para dirigir la oración.


El desastre ha desangrado a las Órdenes militares. La de Alcántara ha de abandonar Trujillo. La de Santiago llega a su caput ordinis Uclés con su maestre y veinticinco caballeros muertos. La de Calatrava paga un elevado tributo de sangre, tanto en Alarcos, como en el ulterior asedio y pérdida de Calatrava. Los escasos supervivientes del descalabro se refugian en el castillo de Ciruelos (Toledo), donde residen los monjes capellanes de la Orden.


Son bravos estos calatravos. No se amilanan. Pronto -otros tiempos más viriles- empiezan a llegar de todo el reino de Castilla nuevas vocaciones, de jóvenes monjes-guerreros, dispuestos al combate por la Cruz. Hay que prepararlos, formarlos, con una vida dura de virtud, oración y penitencia, que incluye cuatro días de ayuno semanales y dormir vestidos con la armadura, siempre dispuestos a confrontarse al enemigo si llega en celada.


Y un día, cuando la Orden ha resurgido, se abren sigilosos los portones de Ciruelos y parten en silencio los calatravos hacia más allá del horizonte, al mismo corazón del enemigo. Van comandados por Martín Pérez de Siones y en un audaz golpe de mano, ayudados por la sorpresa, rayando en la temeridad, más allá del valor, impulsados por la fe, toman Salvatierra. Y allí quedan. Es impresionante comprobar la distancia desde Toledo o Uclés, la auténtica frontera, a Salvatierra. Es una avanzada sin retaguardia. Está a cientos de kilómetros de la frontera.


Pronto se dirimirá el destino de dos mundos en Las Navas de Tolosa, pero antes los almohades han predicado la yihad por todo el Magreb y un ejército enorme, que es muy difícil alimentar, pasa El Estrecho, y junto con la caballería pesada andalusí, su primer destino es Salvatierra antes de marchar hacia Toledo, siguiente objetivo hasta llegar a Roma, pues el califa, el Miramamolín, como será conocido por los cristianos, ha proclamado que convertirá las iglesias de Roma en caballerizas de los musulmanes.


Contemplemos, por un momento, el ejército almohade que marcha para asaltar Salvatierra, a la que consideran que, dada su superioridad numérica, tomaran en pocas horas, en una jornada, para no demorarse.


Según las crónicas musulmanas, son cientos de miles. Doblará al ejército cristiano de los tres reyes –Alfonso VIII de Castilla, Pedro II de Aragón y Sancho VII, el fuerte, de Navarra. Vara Torbeck, con cálculos de la zona ocupada por el ejército almohade en Las Navas lo reduce a ¡veinticinco mil!

Con estruendo de clarines y atabales llegan, con las grandes enseñas verdes del Profeta, los escuadrones árabes de las tribus Banu Riyah, Banu Yusam y Banu Gadi; los temidos jinetes kurdos guzz; marciales escuadrones del yund, el ejército regular, mestizo de tribus y procedencias, que viven acuartelados todo el año en Sevilla; entre sus infantes, destacan los romá, arqueros de grandes arcos, para frenar cualquier carga de caballería; retumban los rebuznos de los camellos, balanceándose los bordones de las coloridas colgaduras de sus altos arznes, es el grueso del ejército masmuda, los estrictos almohades del Magreb, las cabilas Hinata, Kumia, Gomara, Yadmiwa, Haskurra y Tinmallal.


Relucen al sol los morriones de la caballería pesada andalusí; huestes de Murcia, comandadas por los hijos de Ibn Mar; de Baleares, por Ganim ben Muhammad; de Jerez y Ronda, con Abu ibn Azzum; de Badajoz, con Ibn Azir; de Sevilla, con Ibn Qabdis.


Llega también un tropel, con poco orden y mucho entusiasmo, de voluntarios de la fe, gentes de toda la escala social desde ulemas y alfaquíes, hasta labriegos y mendigos, que, sintiendo hervir su sangre de fervor religioso, buscan la muerte como sahides para gozar en el paraíso de las 72 huríes, vírgenes de ojos almendrados, no tocadas por hombre o demonio.


Por último, a cierta distancia, los negros esclavos del Abad al-Mahzan del califa. Todos montan corceles blancos, con bordones rojos en sus adargas, con capuchones de fieltro de un rojo vivo y los pechos de sus caballos con petos con relucientes campanillas doradas. Los más fieles entre los fieles, dispuestos a entregar su vida, sin duda ninguna, por el califa.
Traen, por supuesto, material de asedio y asalto, pues va a ser pan comido.

Corre el año de 1211 de la Encarnación de Nuestro Señor.

La escena, aún con el transcurrir de los siglos, emociona e impresiona, sobrecoge. Contengamos, por un momento, querido lector, la respiración y, con nuestra imaginación, trasladémonos a Salvatierra:

Los caballos relinchan con una serena impaciencia.

El maestre Ruiz Díaz de Yanguas invoca a Santa María, que los calatravos son muy devotos de la Madre de Dios. Todos se persignan. Reciben la absolución. Son trescientos guerreros de Cristo y no se han quedado a resguardo del castillo. No, están fuera, bien formados en orden de combate porque ¡van a atacar!


Por el ejército musulmán hay una sacudida de asombro e incomprensión…

Las Órdenes Militares eran unidades de élite, con un material humano muy preparado, muy disciplinado y muy motivado, sin miedo a la muerte, pues es el paso a la vida eterna. Se considera que cada uno de sus miembros en combate valía por diez, pues toda su vida era oración y preparación militar, personal y en grupo de combate. Es en sí, salir a combatir, un acto de valor, pero no es un suicidio. Una caballería pesada de este nivel de cohesión y disciplina impresiona, aterroriza en su carga. Al que se le viene encima esta mole de músculo y hierro, poco le importa la superioridad numérica, porque hacia donde vienen es hacia él.


¡Oh! Dios mío, como me hubiera gustado participar en esa carga o, al menos, verla por una rendija de la historia.


Hay una tranquilidad de espíritu en la decisión tomada, una inmensa camaradería, pues “el hermano ayudado por el hermano es como una ciudad amurallada”. Los fuertes corceles están casi pegados entre ellos, pues no debe caber una manzana. El maestre, Ruy Díaz de Yanguas da la orden y en tres haces, manteniendo estricta formación, ponen a sus cabalgaduras al trote, los jinetes bien asegurados por garfios a los arzones, las grandes lanzas apoyadas, en estos primeros compases, en los estribos. Van pendiente abajo, aprovechando la mejor posición.


Y a una nueva señal del maestre, toda la mesnada, los trescientos, inician la galopada con las lanzas enhiestas y embrazadas y los escudos bien sujetos.


Bajan las lanzas, sujetan con fuerza el astil en la sobaquera. Parecían volar, sus capas inmaculadas al viento recio, reluciendo lorigas y armaduras de los caballos, todo el grupo como una centella cegadora, como un rayo de sol tajador.


Los haces arrollaron a los desmandados voluntarios de la fe. El ejército sarraceno tembló desconcertado pues aquellos hombres tenían un propósito y se movían como un puño que golpeaba certero.


Ruy Díaz Yanguas hizo girar a su montura hacia la derecha buscando las grandes banderas del califa, a su concurso, le siguieron todos en perfecto orden de combate. El suelo sediento retumbaba bajo las herraduras de los trescientos nobles caballos.


Los calatravos inclinaron sus cuerpos sobre el arzón de sus sillas y entraron como afilado cuchillo en la manteca, produciendo estragos. Eran como una mancha blanca en una marea negra sangrante. Sacaron a relucir sus aceros y descargaron tajos a diestro y siniestro.


El maestre, seguido por el confalón, se zafó del combate y con disciplina mil veces ensayada todos se desembarazaron y formaron de nuevo. Hubo una nueva carga y otra y otra más, ante el desconcierto creciente mahometano, hasta que la caballería pesada andalusí trató de rodearlos.

El objetivo estaba cumplido: la presa no era fácil, el asedio habría de ser largo. Ruy Díaz de Yanguas volvió grupas y cabalgaron hacia el castillo, con la caballería sarracena dispuesta a darles caza.

Un grupo escogido de calatravos se dispuso a cubrir la retirada. Se volvieron a presentar batalla. Pidiendo un último esfuerzo a sus caballos, picando espuelas, se lanzaron de nuevo ladera abajo. Ruido de entrechocar metálico; loriga contra loriga, espada contra espada. Las capas de los calatravos fueron cayendo en un remolino de odio y de venganza. Mas su sacrificio no había sido en vano: el puente levadizo crujía poniendo a salvo a la mayor parte de cuantos habían protagonizado la heroica carga.


Los almohades nunca llegaron a Toledo ni convirtieron las iglesias de Roma en sus caballerizas. El asedio, en efecto, se prolongó. El maestre envió emisario al rey Alfonso VIII para solicitar refuerzos o permiso para rendir la fortaleza. Con harto dolor de su corazón, el monarca les dio permiso para la rendición, pues no podía socorrerles.


Recibido el mensaje, Ruy Díaz de Yanguas y los defensores se escabulleron en la noche, dejando atrás Salvatierra.


El 16 de julio del año 1212, de la Encarnación de Nuestro Señor, Ruy Díaz de Yanguas y los calatravos que habían cargado en Salvatierra participaron en la batalla de Las Navas de Tolosa. Pero esa es otra página gloriosa de nuestra historia …

Autor : @enriquedediegov
Imagen :  Mount Blade

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11 comentarios

  1. Fascinante. Tan sólo una pregunta, ya habían heredado el Temple?

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  2. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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  3. Fascinante. Tan sólo una pregunta, ya habían heredado el Temple?

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  4. Fascinante. Tan sólo una pregunta, ya habían heredado el Temple?

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  5. Absolutamente fascinante. Una parte trascendental de nuestra historia que sucede en El Campo de Calatrava en unos siglos de continuas guerras religiosas entre almohades y cristianos. Enhorabuena por el apasionte relato... Asi fue la vida de.estos monjes-soldados ¡apasilnante! y trascendental en nuestra historia...


    rincón esta lleno de las arañas de estos monjes-soldados y de una importantísima etapa de nuestra historia...

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  6. Impresionante!!! creo haber estado allí en butaca de primera viendo las capas de los calatravos al viento.... gracias por el realto

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  7. Impresionante!!! creo haber estado allí en butaca de primera viendo las capas de los calatravos al viento.... gracias por el realto

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    1. muy gran servicio el de estos monjes guerreros , a los que los españoles y los nativos del campo de calatrava , hemos olvidado en la historia

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  8. yo siempre creí que el castillo de salva tierra fue tomado por sorpresa por don MARTÍN MARTINEZ y en el fue nombrado quinto maestre de la orden de calatrava ya que don MARTÍN PEREZ DE SIONES murió en 1182 y el asalto por sorpresa al castillo se produjo en 1197

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  9. Es una de las hazañas que mas me emociona de estos monjes soldados, y me estristece el desconocimiento generalizado sobre estas gestas de nuestra historia. Desconcierta esas dosis de fe, valor y honor en unos tiempos en los que estos conceptos nos resultan tan desconocidos como nuestra misma historia. Entiendo que la inseparable unión entre nuestra historia como país y el Cristianismo no produzca mucho entusiasmo en algunos historiadores. Debe ser triste no poder sentirte orgulloso de la historia de tu Nación. Por eso me alegra tánto leer un blog como éste. Gracias por la maravillosa narración. Yo tambien siento que debería haber estado allí en Salvatierra, en aquella carga.

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  10. Impresionante relato q nos hace participes, con una abrumadora intensidad, de una realidad tan lejana... A mí también me hubiera gustado estar cerca de esos guerreros movidos por una profunda vocación....q seres tan extraordinarios!!!

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