martes, 3 de julio de 2012

Malagón, Primera fortaleza tomada de camino a las Navas. Descontento hacia la actitud de los ultamontanos.



Tras la creación de la Taifa de Toledo en 1031, pero sobre todo a raíz de la caída de la ciudad en manos de Alfonso VI en 1085 hasta la victoria cristiana de las Navas de Tolosa en 1212, el territorio se encuentra sometido a constantes enfrentamientos entre grupos cristianos contra contingentes Almorávides y Almohades. 

Esta situación provocó que Calatrava La Vieja tuvieran una gran importancia en el desarrollo del poblamiento y la ocupación del espacio, y se convirtió en el centro estratégico-militar de la Marca Media, sobre todo a raíz de la llegada de los almorávides que frenó el impulso cristiano y aseguró este territorio para el Islam, convirtiéndose Calatrava en el centro de operaciones para atacar Toledo. 

La Navas de Tolosa, marca un vértice en la evolución histórica de la zona, porque es la primera vez, desde la crisis del mundo romano en el siglo III, donde se empieza a dar una estabilidad tanto política y religiosa de la actual provincia de Ciudad Real. 

En todo este contexto histórico hay que relacionar el posible origen del actual núcleo de Malagón. En primer lugar, tras la batalla de Las Navas de Tolosa, Calatrava la Vieja no se pudo recuperar como núcleo poblado tras la capitulación y la cabecera de la Orden tuvo que trasladarse a Calatrava La Nueva en 1217. Esto provocó que Calatrava La Vieja ya no fuera centro político, configurándose Malagón como un cruce de Caminos Reales con dos de sus trayectorias, la de Toledo a Córdoba que pasa por el mismo pueblo en su tramo de Malagón-Fernán Caballero-Peralvillo-Pozuelo de Don Gil, y la desviación hacia Granada que discurre por el extremo oriental para cruzar el Guadiana por el puente de Malvecinos y continuar hacia Carrión. 

La Encomienda de Malagón tuvo por núcleo originario el castillo de este nombre. Alfonso VIII en el año 1180 donó la mitad del castillo a la Orden de Calatrava y esta adquirió la otra mitad el año 1188 por 400 maravedíes. La Encomienda de Malagón destacó en el Campo de Calatrava por sus pastos, que ocuparon 39.528 hectáreas en el conjunto de sus dehesas. 

"A medida que se iban adentrando en terreno de nadie, les iba pesando cada vez más la responsabilidad y se inquietaban más por el futuro. Las habituales bravuconadas del campamento toledano ya apenas se escuchaban. No es que la moral estuviera baja, ni mucho menos. Lo que sucedía es que cada vez eran más conscientes de que iban a una guerra de la que podían no salir vivos. Un griterío ilusionado se elevó del ejército. - ¡Santiago! ¡Santiago! –se coreaba. Se daba la bienvenida a la nutrida hueste de la Orden de Santiago que se incorporaba a la comitiva general entre Guadalerzas y Malagón. - Más bocas que alimentar –reflexionó Araceli. - ¡Eres incorregible! Siempre pensando en lo mismo –dijo, molesto por la mezquindad, Higinio. - ¿En qué te crees que deben andar pensando el arzobispo de Toledo y el repostero real? No era cuestión de entretenerse. Quedaban pocas horas de sol. En ningún caso de esperar al día siguiente, pues llegarían los aragoneses y detrás el resto del ejército, con lo que, por añadidura, habría que repartir el botín con tal gentío que cualquier tesoro, a la hora del reparto, devendría en miasma. Cuando llegaran los demás, Malagón ya estaría tomada. De eso se trataba. Ni daba tiempo, ni era fortaleza que valiera la pena armar, para asaltarla, las máquinas de guerra. Por sus dimensiones, no debía albergar guarnición destacable. Así que, sin pérdida de tiempo, los ultramontanos descabalgaron y se lanzaron presurosos, con la única ayuda de las escalas, al ataque. Encontraron más resistencia de la que esperaban, pues los agarenos luchaban con mucho denuedo y motivación. De todas formas, y a pesar de que varias escalas cayeron con estrépito, provocando las primeras bajas, consiguieron los asaltantes poner pie en las dos torres laterales del castillo y tras ardua pelea cuerpo a cuerpo, tomarlas entre dos luces. Se hizo la noche y los agarenos resistían en la torre central. Los ultramontanos estaban nerviosos por la tenaz resistencia, mas no cejaron en su empeño. Comenzaron a trabajar con celeridad en una mina que iba desde una de las laterales a la del homenaje. Se tardó en, con repiqueteo de picos y palas, llegar a los cimientos. Se acumularon en la mina maderas, teas resinosas y pez. Se prendió fuego. Por el boquete formado, y a la vista de que la torre no se desmoronaba, se comenzó el asalto. Se luchó en cada peldaño de la escalera, en cada rellano, en cada estancia y sólo cuando ya llevaba horas despuntado el día, se logró vencer toda resistencia. Demasiados muertos y heridos para una conquista menor, que los castellanos habían considerado inútil intentar; sólo de mala gana habían seguido a los ultramontanos, pues consideraban que debían reservarse todas las fuerzas para la gran batalla. Lo peor, la desilusión. El botín era ridículo. Nada de lujos orientales, ni de sedas, ni de piedras preciosas. Austeridad de frontera, pues la fortaleza era rábida, donde acudían los agarenos piadosos, y desprendidos de las vanidades del mundo, con voto de jihad. Jean de Marigny estaba enfurecido, a punto de enloquecer. Le resultaban hirientes, y a duras penas soportaba, los comentarios de los castellanos de que ya les habían avisado de que no valía la pena y las medias sonrisas a la vista de la decepción de la avaricia de los ultramontanos. - ¡Traed a los prisioneros! –gritó fuera de sí. Reunieron tanto a los que se habían rendido, cuando todo estaba perdido, como a los heridos que no habían podido seguir la lucha. También a un par de ancianos, medio impedidos, incapaces de sostener una espada. - ¡De rodillas! ¡Ponedlos de rodillas! –ordenó Jean, que, por el odio que destilaba, parecía que perpetraba venganza de crímenes pasados, sufridos en su propia familia. Los francos obligaron, con empujones y a espadazos, a los agarenos a arrodillarse e inclinar la cabeza, dejando a la vista el cuello. - ¿Qué vais a hacer? –intervino Martín Alonso. La costumbre en estas tierras es intercambiar prisioneros y, en su caso, pedir rescate. - Lleva razón –confirmaron adalides de las huestes concejiles. Es es la costumbre. Llevamos siglos guerreando y siempre se ha respetado la vida de los prisioneros. Hoy por ti, mañana por mí. - Pues esa costumbre no es la nuestra y ya va siendo hora de que vosotros la variéis. No me extraña que, en efecto, hayáis tardado siglos en recuperar lo que estos inmundos infieles os arrebataron. Jean de Marigny decapitó al sarraceno que tenía más cerca. Los cruzados ultramontanos demostraron tener experiencia como matarifes y al poco no quedaba con vida ninguno de los prisioneros. El baño de sangre no les resarció de su fastidio. La masacre de los prisioneros produjo intenso malestar, como no podía ser menos, en el resto del ejército. Por mucho que los ultramontanos se justificaban diciendo que, con esa lección, las guarniciones de las otras fortalezas que avistaran se pensarían muy mucho ofrecer la mínima resistencia, el rey Pedro protestó airadamente por la inusitada crueldad. El ejército se puso de su parte, pues, decían, que si de ahora en adelante se pasaba a cuchillo a los supervivientes, la guerra con los moros adoptaría otro cariz, más terrible, y que los francos se irían a sus tierras y a ellos les tocaría apechugar. No habría pactos, ni parias, ni tributos, ni canjes de prisioneros, ni redención de cautivos, sino pura guerra de exterminio. Sacaron a relucir los ultramontanos la ristra de agravios. Decían que ellos habían venido a luchar contra el califa y ni de él ni de su hueste había la más mínima huella; que marchaban sin ton ni son a una batalla que nunca tendría lugar. Protestaban del sol que les zahería inmisericorde y que en una tierra así no se podía vivir, ni merecía la pena luchar por ella, pues sólo era propicia para los alacranes. Todo esto fueron dimes y diretes al lado de la zarabanda que se organizó cuando llegó la hora del almuerzo y se hizo manifiesta la carencia de víveres. - ¡Nos quieren matar de hambre! –bramó Jean de Marigny.

" Las Navas de Tolosa. Ed. Rambla.Enrique de Diego

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